" A pie", por Lucía Mbomio



Aquí tienes una argumentación sencilla y eficaz. Los dos primeros párrafos funcionan a modo de exposición. La tesis y la conclusión están en rojo. Los conectores y argumentos bien ordenados, en verde. Antes de leerla, intentamos argumentar en clase acerca de este tema: "por qué es bueno ir andando al colegio desde pequeños".  

“A pie”, de  Lucía Mbomo

Mis padres escogieron el colegio en el que pasé toda la EGB porque estaba más o menos cerca de mi antigua casa. Ese era uno de los criterios más comunes de elección. Por aquel entonces, a diferencia de buena parte de la gente que conozco en Madrid centro, no recuerdo a casi nadie que fuera en coche o en metro a clase ya que, precisamente por esa proximidad a la que he aludido con anterioridad, no era necesario.

Como todavía no se había producido una incorporación masiva de las mujeres al trabajo no doméstico y remunerado, eran sobre todo las madres quienes llevaban a sus vástagos a clase andando. También era habitual que se fueran turnando y que cada semana una se encargara de varios niños. No había ni subterráneo en el sur y si mi memoria no me falla, únicamente aquellos que iban a centros privados se desplazaban en autobús.

Los demás solíamos ir a pie y, a partir de una edad, en mi caso a los nueve años, solos. Necesitaba unos veinte minutos para subir la enorme cuesta que me separaba del centro al que asistía y que me parecía eterna por el peso que llevaba a la espalda. Sin embargo, dejando a un lado el tema de las mochilas esas cuadradas que pesaban más que las que usan en el ejército y que encima no tenían ruedas, caminar era genial por muchos motivos.

Primero, nos servía para espabilarnos. En invierno, con el frío que hacía, capaz de cortarnos la piel del rostro y teñir nuestras narices de rojo, nos despertaba más que la ducha. En realidad, daba igual en qué estación nos encontráramos, a partir de la primavera, entre el polen y la luz, ya no había quien nos durmiera.

Segundo, era una manera de socializar, de hacer amistades y de intercambiar confidencias, no solo con el alumnado de la misma clase, que para eso, obvio, estaba el recreo, sino también con compañeros de otros cursos que eran del vecindario y recorrían el mismo trayecto.

En tercer lugar, ya en el instituto, hay que pensar que varios romances de juventud se gestaron en esas rutas que nunca queríamos que acabaran. Que si "me gusta alguien de clase"; que si, "ah, sí, ¿quién?"; que si, "tú le conoces..." y ya saben cómo acababan (o comenzaban) esas cosas. Ahora bien, hubo personas, entre las cuales me incluyo, que se quedaron siempre en el punto anterior, en el de afianzar las amistades. Da igual, también estaba bien.

Desde un punto de vista académico, ese rato podía servir para repasar el temario los días de examen y elucubrar qué preguntas podrían entrar.

Algo destacable y digno de valorar es que era una forma de luchar contra el sedentarismo del que tanto se habla en la actualidad. Como llegáramos tarde, las carreras que nos echábamos no tenían nada que envidiarle al test de Cooper.

Pero hay más, ir sola o con amigas a clase era una manera de ganar independencia, de ir asumiendo responsabilidades y, por tanto, de crecer por dentro. También resultaba útil para conocer los rincones del barrio, perderles el miedo, amarlos y hacerlos propios. Muchas personas gestaron su barrionalismo yendo y volviendo del colegio.

 





Cumbres borrascosas



Cumbres borrascosas, de Emily Brontë

Si te gustan las novelas de amor y de pasión, con pocos libros vas a vibrar como con este. Te aseguro que, muchos años después de haberlo leído, seguirás teniendo vívidos, en tu recuerdo, a los personajes de Catherine y Heathcliff. Si no te lo crees, lee esta novela y hablamos dentro de unos añitos.

"Dulcinear"



Rosa Montero juega en este artículo publicado en "El País" con motivo del día de los enamorados, con la figura inventada por Cervantes. ¿Y tú? ?¿Has "dulcineado" alguna vez?

 
“Conjugando el verbo ‘dulcinear’, Rosa Montero
 
HAY UN PROGRAMA de televisión titulado Catfish (un nuevo término inglés que significa impostor digital) que consiste en investigar y desvelar la verdadera identidad de aquellas personas que se hacen pasar por otras en las redes sociales. Lo he mirado por encima tres o cuatro veces, y en todas las ocasiones se trataba de un asunto amoroso. El último que he visto me ha dejado pasmada: una estadounidense de 39 años con una hija de 18 se escribe durante nueve meses con un tipo de 27 (“pero muy maduro para su edad”) que vive en otro Estado. Del chico sólo conoce cinco fotos (está, obviamente, muy macizo) y durante todo este tiempo no ha conseguido verse con él por Internet (alega que tiene la cámara rota) ni quedar en algún lugar intermedio entre sus ciudades. Eso sí, se han escrito muchísimo, han conversado por teléfono, sin duda han hecho sexo de voz o de texto, han hablado de casarse y están al parecer enamoradísimos. “Nunca he querido tanto a un hombre en toda mi vida; nunca me he entendido con alguien tan bien”, dice la incauta.
Es su hija quien, sin la ceguera de la pasión, considera que la relación es muy sospechosa y avisa al programa. La investigación demuestra que el supuesto bombón es en realidad una chica poco agradable de 31 años, lesbiana y con antecedentes penales. Hay un cara a cara entre las dos, y se diría que la catfish también se ha autoengañado: mantenía la esperanza de que su víctima se acabara enamorando de ella. Pero la mujer queda comprensiblemente devastada y sale corriendo (además es heterosexual).
Supongo que les costará creerme, pero la víctima no parecía una tonta; simplemente estaba muy necesitada. Qué fácil es engañar a un corazón enamorado. O mejor dicho: con qué facilidad un corazón ansioso de enamorarse logra engañar a su dueño. En realidad la protagonista del documental se estafó a sí misma.
La pasión es así, una quimera. Cuanto más apasionada sea una persona, más distancia guarda su amor ilusorio con la realidad. Cervantes, que ya lo ha escrito todo, nos muestra la ridiculez de esos espejismos cuando habla de la chaladura de Don Quijote por su inexistente Dulcinea, un ser inventado por él a partir de una campesina vecina, Aldonza Lorenzo. En realidad todos dulcineamos un poco o un mucho al enamorarnos, como la protagonista de Cat¬fish. Ya lo decía Platón: amar es dar lo que no se tiene a quien no es. Lo que no se tiene, porque en el irrefrenable impulso de conquista nos mostramos adornados de virtudes, desplegamos colas de pavo real que no son nuestras, fingimos ser mejores de lo que somos. Y a quien no es, porque el zapateado del cortejo se lo estamos haciendo a la Dulcinea que nos hemos inventado, no al individuo auténtico, ese ser real que nos empeñamos en no ver.
Por eso las pasiones prosperan cual hongos al amparo del desconocimiento del otro. Ahora, con la invisibilidad de las redes; pero antes, en tiempos más convencionales, por ejemplo, también por la distancia en los noviazgos: esas parejas que no se conocían sexualmente antes de casarse y que vivían unas relaciones prematrimoniales muy formales fueron causa y origen de muchas fantasías y desengaños. Por no hablar, claro está, de las relaciones epistolares, un perfecto caldo de cultivo de la pasión inventada. Como la historia de la escritora estadounidense Helene Hanff (1916-1997), que se escribió durante 20 años con Frank Doel, un librero de Londres; empezó comprándole libros y terminaron dulcineando dulcemente. Hanff nunca se atrevió a conocerle personalmente; para cuando estaba empezando a reunir el valor, Doel se murió (probablemente hizo bien en no verle: que la realidad no te estropee una buena pasión). Las cartas están publicadas en un librito delicioso, 84, Charing Cross Road, la dirección de la librería.
La pasión, en fin, es como esas sombras chinescas que uno hace con sus manos sobre la pared. Si apagas la luz (el tórrido foco de tu imaginación), las sombras desaparecen. Y así, amados de antaño cuya ruptura con ellos fue un cataclismo, pueden parecerte hoy perfectos desconocidos sin un átomo de encanto en su interior. Dulcinear sin freno es lo que tiene (yo estoy intentando quitarme).
 

 




LA METAMORFOSIS

Franz Kafka, La metamorfosis

¿Y si una mañana encuentras que te has convertido en un insecto? ¿Qué harías? ¿Será esta pequeña narración alguna metáfora? Seguro que a ti te dice algo. Estás en la edad de disfrutar de esta joya. Y, si te emociona, bucea en la vida de su creador y anímate a leer algo más de él.


"SOLEDAD"





El tema de este bonito relato está ya expresado en el título. En el mundo de hoy, presiento que hay y habrá muchos hilos rojos por ahí...

  “Soledad”, de Pedro de Miguel

 Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.

No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.