“Pégale
a tu hijo”, de Rosa Montero
Hace un par de semanas, EL PAÍS sacó una noticia aterradora:
la firmaba David Alandete desde Washington y hablaba de un manual escrito por
el pastor evangélico Michael Pearl, padre de cinco hijos (pobrecitos),
titulado Cómo educar a un niño. El primer capítulo del libro
empieza así: "Pégale a tu hijo". Y en eso, en el castigo físico, se
basa toda su teoría pedagógica. Aconseja golpear a los niños con una tubería
flexible de plástico de 0,6 centímetros de diámetro, porque con ese artilugio
los zurriagazos son muy dolorosos, pero la piel no queda gravemente dañada (es
un método que Pearl comparte, entre otros, con los mafiosos que torturan a sus
prostitutas).
En cuanto a los niños menores de un año, añade
magnánimamente, "basta una vara de sauce de 25-30 centímetros de largo y
medio centímetro de diámetro, sin nudos que le puedan cortar la piel".
Imaginen lo que es un bebé de menos de un año, con su indefensión y su piel de
seda y sus dodotis. E imaginen la vara. ¿Qué supuesta tropelía habría podido
cometer un pequeñín así para merecer semejante castigo? ¿Vomitar la leche?
Sólo en los dos últimos años, explica David Alandete en su
estupendo texto, han muerto en Estados Unidos dos niños apaleados por sus
padres con las famosas tuberías flexibles de Pearl. Hana, de 11 años, de origen
etíope. Y Lydia, de Liberia, de siete años. Las dos adoptadas, pobrecitas, por
dos familias norteamericanas de tarados. La portada del panfleto educativo
hiela la sangre: es la foto de un niño rubito de dos o tres años que, agarrado
al dedo de un adulto, mira hacia arriba sonriente y feliz mientras sostiene en
la otra mano lo que parece ser una larga vara de castigo. Pura perversión,
obscenidad de sádicos.
Sé bien que éste es un tema conflictivo. Me refiero a
la violencia contra los niños. O a la supuesta necesidad de un correctivo
físico para educarlos. No es la primera vez que trato el asunto y, como quien
arroja una piedra en un lago quieto, siempre se originan ondulaciones y un
pequeño tumulto de respuestas, cartas de lectores o incluso textos de otros
compañeros articulistas que reivindican con indignado énfasis las bondades de
un bofetón a tiempo y califican cualquier opinión contraria a la suya como una
necia comedura de coco propia de lo políticamente correcto.
Personalmente detesto los excesos de la corrección política
y, por otro lado, creo que entiendo bien el porqué de ese punto de exasperada
furia que los partidarios de la teoría del bofetón suelen mostrar. En primer
lugar, supongo que muchos de nosotros, si no todos, hemos recibido algún que
otro capón de nuestros padres en la infancia, y la mayoría no sólo no
consideramos que ese suceso nos haya traumatizado, sino que además pensamos que
nuestros padres son unas estupendísimas personas. Y luego está el hecho de que
nosotros mismos hemos podido darle alguna vez un azote a nuestros hijos, o
incluso un coscorrón; y, claro, nos indigna pensar que, por algo así, que nos
parece nimio e incluso adecuado para, pongamos, acabar con una rabieta, se nos
acuse de ser brutales.
Desde luego, dar un azote con la mano no tiene nada que
ver con la tubería flexible de Pearl; y también es cierto que hay niños a los
que sus padres jamás rozan y que están mucho peor educados y quizá son más
desgraciados que aquellos a quienes la madre ha cogido algún día de la oreja.
Pero, aparte de que todos los estudios psicológicos parecen demostrar que el
castigo físico no sirve para nada y puede humillar y dañar psíquicamente, lo
que de verdad me preocupa de la defensa pública del bofetón es el respaldo
moral y social que eso supone a una violencia doméstica que se ejerce desde la
mayor de las desigualdades contra los más débiles, y que no tiene límites ni
grados. Quiero decir que su aplicación depende del criterio exclusivo de aquel
que golpea. Y así, ¿es lo mismo un azote en el culo que un bofetón? ¿Y cuándo
un bofetón dejaría de ser admisible? ¿Cuando rompe un labio con una sortija,
cuando revienta un tímpano? ¿Son aceptables, por ejemplo, dos bofetones y un
par de puñetazos en los hombros y la espalda mientras el niño se encoge sobre
sí mismo para protegerse? Y si los padres han bebido un poco, o si están muy
estresados y frustrados, ¿corren quizá el riesgo de que se les escape algún
golpe demasiado fuerte? Amigos defensores de la teoría del bofetón a tiempo,
sinceramente, con el corazón en la mano, ¿podéis asegurar que esa puerta
abierta a la violencia va a ser entendida y aplicada por todos igual? Incluso
los mayores maltratadores de niños están convencidos de que su comportamiento
es adecuado. El libro de Pearl, que se publicó por vez primera en 1994, ha
vendido 670.000 ejemplares y ha sido traducido a numerosos idiomas, también al
español. No podemos dar ni la más mínima coartada moral a esa barbarie.
Suplemento de El País, 27
de noviembre de 2011