¿Y si el virus hubiera atacado a los jóvenes como tú? ¿Cómo
hubieran reaccionado tus abuelos? Elvira Lindo es tajante. Léela.
“Viejos
muertos de miedo”, por Elvira Lindo. Publicado en “El País” el 15 de marzo de
2020
Entre estas cuatro paredes, pienso. Pensar es un vicio
solitario. Pienso en qué habría ocurrido si esta pandemia se estuviera cebando
con los niños. Pienso en cómo padres o abuelas habrían exigido medidas urgentes
desde un primer niño muerto.
Y en las columnas que habríamos escrito sobre la
pérdida de lo más preciado. Pienso si el bicho alarmante que nos mantiene estos
días en casa se hubiera instalado en el cuerpo de los jóvenes. Cuántas normas
habríamos obedecido por temor a perderlos; cómo ellos se habrían encerrado en casa
muertos de miedo. Si los viejos hubieran sido meros transmisores pero no
víctimas potenciales los habríamos mantenido a distancia para que no
contagiaran a nuestra juventud, para que no se nos acercaran a los niños en los
parques. Nosotros mismos les habríamos anulado sus viajes del Imserso, y cuando
algún abuelo se nos descontrolara, lo maldeciríamos, ¡como están cerca de la
muerte, nada les importa!
Pero la caprichosa composición del virus ha querido que
sean los ancianos o los que ya padecen alguna enfermedad los elegidos para que
la infección les castigue con más saña. Estremecía observar cómo durante días
la población se sentía liberada o bendecida por el mero hecho de no haber
viajado a Italia, no tener problemas cardiovasculares o no ser viejo. Cuando en
los medios de comunicación daban cuenta de un nuevo muerto, de inmediato se
informaba de su edad y de sus patologías previas, para que los demás
respiráramos aliviados. Incluso el hecho de estar contagiados no nos alarmaba
demasiado si no habíamos cruzado la barrera de los 60 y teníamos nuestro
sistema inmunológico en forma. No nos ha importado asustar a los viejos con tal
de obtener un mensaje tranquilizador para los que aún no lo somos. Cuántas
veces, tras haber escuchado que la fallecida tenía 90 años, se nos ha cruzado
por la mente el pensamiento mezquino de que esa mujer ya vivió una vida plena.
De qué manera habrá influido, me pregunto, en la laxitud de nuestras
precauciones, o en la lentitud con que se ha impuesto la alarma el hecho de que
nos creíamos inmunes, inmortales aún, fuertes, capaces de vencer a este virus
al que nos hemos tomado poco en serio hasta ahora. Y hasta qué punto el
Gobierno debiera haberse esforzado en la pedagogía, tanto en el comportamiento
de sus miembros, como en la exigencia a los ciudadanos de aceptar la distancia
social como la única manera de salvar vidas. Hasta ayer era difícil decirles a
algunas personas que te saludaban que se abstuvieran de besarte o darte la
mano. Si el Ministerio de Sanidad hubiera advertido de que a la ciudadanía le
cuesta asumir normas si no se siente concernida, el presidente podría haberse
dirigido antes a la nación de manera cercana, pero contundente para que nos
enteráramos. Han sido los trabajadores de la sanidad pública los que han tomado
con firmeza las riendas de esta campaña. Les va la vida en ello. Y nos han
conminado a asumir que no podíamos tocarnos, que no debíamos viajar, que no
debíamos transportar el virus de un lado a otro.
El miedo a la muerte se tiene siempre, hasta el último
aliento, así que no concibo por qué se está siendo tan descarnado en la
información de las bajas por el virus. Un viejo más. Una abuela más. Y somos
tan imbéciles que nos sentimos a salvo de la vejez: no hay en el futuro nada
que esté más cerca. Tan libres nos creemos de ella, tan insensatos somos, que
animamos a nuestros hijos a que salgan de Madrid y vuelvan al pueblo, al calor
del hogar, sin reparar en los abuelos, que tienen derecho a vivir sus últimos
días libres de agonizar en un hospital saturado. O somos tan listos que nos
vamos a la playa.
Hay momentos en la vida en que necesitamos un padre que
nos explique cómo comportarnos. Y hay momentos históricos en que ese papel lo
debe hacer el presidente de la nación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario