"El Decamerón" ("Estos cuentos no son
apropiados para mentes jóvenes e inocentes como la tuya. Por ello, si decides
leerlos, será bajo tu responsabilidad")
En 1348, una epidemia terrible, la peste negra, sacudió a
Europa, que vio diezmada su población a la mitad. En la época, no se conocían
las causas reales del contagio ni se tenían los conocimientos científicos que
poseemos hoy para saber cómo aislar un virus. Cuando la peste entraba en una
ciudad, la única solución posible era la huida.
Bocaccio, escritor renacentista italiano, se inspira en la
enfermedad para escribir su famoso “Decamerón”. Diez jóvenes de clase alta
huyen de su ciudad, Florencia, y se refugian en una villa situada a las
afueras. Su única distracción será contar historias. Cada día, todos los
jóvenes deben contar sendos cuentos. En total, cien cuentos. La mayoría de
ellos, tienen un aire picante, erótico. No son apropiados para mentes jóvenes e
inocentes como la tuya. Por ello, si decides leerlos, será bajo tu
responsabilidad. Aquí te dejo uno, pero que no se entere nadie….
“El velo de la abadesa” de Bocaccio
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Existe en Lombardía un monasterio,
famoso por su santidad y la austera regla que en él se observa. Una mujer,
llamada Isabel, bella y de elevada estirpe, lo habitaba algún tiempo hacía,
cuando cierto día fue a verla, desde la reja del locutorio, un pariente suyo,
acompañado de un amigo, joven y arrogante mozo. Al verlo, la monjita se
enamoró perdidamente de él, sucediendo otro tanto al joven; mas durante mucho
tiempo no obtuvieron otro fruto de su mutuo amor que los tormentos de la
privación. No obstante, como ambos amantes sólo pensaban en el modo de verse
y estar juntos, el joven, más fecundo en inventiva, encontró un expediente
infalible para deslizarse furtivamente en la celda de su querida.
Contentísimos entrambos de tan afortunado descubrimiento, se resarcieron del
pasado ayuno, disfrutando largo tiempo de su felicidad, sin contratiempo. Al
fin y al cabo, la fortuna les volvió la espalda; muy grandes eran los
encantos de Isabel, y demasiada la gallardía de su amante, para que aquélla
no estuviese expuesta a los celos de las otras religiosas. Varias espiaban
todos sus actos, y, sospechando lo que había, apenas la perdían de vista.
Cierta noche, una de las religiosas vio salir a su amante de la celda, y en
el acto participa su descubrimiento a algunas de sus compañeras, las cuales
resolvieron poner el hecho en conocimiento de la abadesa, llamada Usimbalda,
y que a los ojos de sus monjas y de cuantos la conocían pasaba por las mismas
bondad y santidad. A fin de que se creyera su acusación y de que Isabel no pudiese
negarla, concertáronse de modo que la abadesa cogiese a la monja en brazos de
su amante. Adoptado el plan, todas se pusieron en acecho para sorprender a la
pobre paloma, que vivía enteramente descuidada. Una noche que había citado a
su galán, las pérfidas centinelas venle entrar en la celda, y convienen en
que vale más dejarlo gozar de los placeres del amor, antes de mover el
alboroto; luego forman dos secciones, una de las cuales vigila la celda, y la
otra corre en busca de la abadesa. Llaman a la puerta de su celda, y le
dicen.
—Venid, señora; venid pronto:
hermana Isabel está encerrada con un joven en su dormitorio.
Al oír tal gritería, la abadesa,
toda atemorizada, y para evitar que, en su precipitación, las monjas echasen
abajo la puerta y encontrasen en su lecho a un clérigo que con ella le
compartía, y que la buena señora introducía en el convento dentro de un
cofre, levántase apresuradamente, vístese lo mejor que puede, y, pensando
cubrir su cabeza con velo monjil, encasquétase los calzones del cura. En tan
grotesco equipo, que en su precipitación no notaron las monjas, y gritando la
abadesa: “¿Dónde está esa hija maldita de Dios?”, llegan a la celda de
Isabel, derriban la puerta y encuentran a los dos amantes acariciándose. Ante
aquella invasión, la sorpresa y el encogimiento los deja estáticos; pero las
furiosas monjas se apoderan de su hermana y, por orden de la abadesa, la
conducen al capítulo. El joven se quedó en la celda, se vistió y se propuso
aguardar el desenlace de la aventura, bien resuelto a vengarse sobre las
monjas que cayesen en sus manos de los malos tratamientos de que fuese
víctima su querida, si no se la respetaba, y hasta robarla y huir con ella.
La superiora llega al capítulo y
ocupa su asiento; los ojos de todas las monjas están fijos en la pobre
Isabel. Empieza la madre abadesa su reprimenda, sazonándola con las injurias
más picantes; trata a la infeliz culpable como a una mujer que en sus actos
abominables ha manchado y empañado la reputación y santidad de que gozaba el
convento. Isabel, avergonzada y tímida, no osa hablar ni levantar los ojos, y
su conmovedor embarazo mueve a compasión hasta a sus mismas enemigas. La
abadesa prosigue sus invectivas, y la monja, cual si recobrara el ánimo ante
las intemperancias de la superiora, se atreve a levantar los ojos, fíjalos en
la cabeza de aquella que le está reprimiendo, y ve los calzones del cura, que
le sirven de toca, lo cual la serena un tanto.
—Señora, que Dios os asista; libre
sois de decirme cuánto queráis; pero, por favor, componeos vuestro tocado.
La abadesa, que no entendió el
significado de estas palabras.
—¿De qué tocado estás hablando,
descaradilla? ¿Llega tu audacia al extremo de querer chancearte conmigo? ¿Te
parece que tus hechos son cosa de risa?
—Señora, os repito que sois libre
de decirme cuanto queráis; pero, por favor, componed vuestro tocado.
Tan extraña súplica, repetida con
énfasis, atrajo todos los ojos sobre la superiora, al propio tiempo que
impelió a ésta a llevar la mano a su cabeza. Entonces se comprendió por qué
Isabel se había expresado de tal suerte. Desconcertada la abadesa, y
conociendo que era imposible disfrazar su aventura, cambió de tono,
concluyendo por demostrar cuán difícil era oponer continua resistencia al
aguijón de la carne. Tan dulce en aquellos momentos como severa pareciera ha
poco, permitió a sus ovejas que siguieran divirtiéndose en secreto (lo cual
no había dejado de hacerse ni un momento), cuando se les presentara la
ocasión, y, después de perdonar a Isabel, se volvió a su celda. Se reunió la
monjita con su amigo, y le introdujo otras veces en su habitación, sin que la
envidia la impidiera ser dichosa.
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