Este es un
artículo largo pero muy interesante. Son las reflexiones de una escritora que
siempre se había sentido “de raza blanca” hasta que llegó a Estados Unidos y
vio que allí la veían de otra forma. Te recomiendo que saques diez minutos para
leerlo y un ratito posterior para reflexionar sobre él.
“El racismo no se cura”, por Sabina Urraca
“El racismo se cura viajando”. Esta frase,
atribuida a Unamuno (aunque no se sabe a ciencia cierta quién la dijo) estuvo
durante varios años escrita con pintura roja en un muro del madrileño barrio
de Lavapiés.
Recuerdo pasar junto a ella y sentir cierto desagrado, escapárseme incluso un
gesto de desdén. Me parecía —y me parece— una frase motivacional de mochilero
que en su camino hacia el Machu Picchu se detiene un momento en un pueblo, se
toma un café con un señor del lugar que conoce en el camino, se saca una foto
con él. Después la cuelga en las redes: “Aquí, con el amigo Juan, hablando de
la vida”. A Juan no lo vuelve a ver, y del Machu Picchu le quedan al viajero
dos o tres pinceladas en el alma, nada más, así que quizás mejor se hubiese
quedado sentado en un banco en el parque de su barrio, observando a los
pájaros.
Hay una
violencia en el viaje —”Lugar desconocido, ofréceme experiencias decisivas,
transfórmame, sorpréndeme, diviérteme, hazme otro”— que, más que a un proceso
de exploración y perfilamiento del carácter, lo asemeja a la exigencia de una
señora que va a un spa buscando que la descontracturen. Pero no hace falta
arremeter contra el ya bien vapuleado viajero que es turista, turista que
se cree viajero (y casi da igual, porque lo mismo es uno que
otro, y porque ese viajero lo hemos sido casi todos). Si me apuras, casi
cualquier viaje, aunque se haga desde la bondad y la pureza más absolutas,
provoca una terrible sed exotizadora, engrandece las diferencias,
las fotografía, las exhibe como trofeo. Dice el antropólogo brasileño Gustavo
Lins Ribeiro que cuando la antropología trascendió el ocuparse de sociedades
lejanas y comenzó a investigar también sociedades cercanas, de las cuales
muchas veces el propio investigador era parte, fue necesario un profundo
trabajo que le permitiera “exotizar lo familiar”. Según Lins Ribeiro, esto
podía lograrse a partir de una actitud de extrañamiento, que se relacionaba con
el concepto de conciencia práctica acuñado por Giddens. Lo que se busca en el
viaje es precisamente la diferencia, o el asombro ante la diferencia, y esa es
la raíz del mal que nos ocupa. Así que lo siento, anónimo dictador de esa
sentencia atribuida a Unamuno, pero no. No creo que el racismo se cure
viajando.
Hace unos
meses me mudé a Estados Unidos. En mis primeras semanas, la universidad que dio
la beca exigía a toda persona extranjera un control sanitario. En la sala en la
que me sacaron sangre, una empleada apuntaba los datos. “¿Raza, etnia?”.
“White” (blanca), dije. Eso he sido toda mi vida. Me miró. Carraspeó. “Pero no
eres de aquí”. “No”, le dije, “soy de España”. Insistió en saber de qué parte.
Pensé que me hablaría entusiasmada de un viaje a Barselona, de
tapas y vino, pero, al escuchar mi respuesta (”Del norte de España y de unas
islas junto a África), sentenció: “Entonces eres mestiza”. Iba a rebatírselo,
porque no creo que haya sufrido ninguna de las opresiones que pueda haber
vivido lo que aquí se considera una persona mestiza. Pero la casilla estaba
marcada.
En los
siguientes meses hubo más burocracia, y marqué lo que el funcionario de turno
me indicaba cada vez (hispana, mestiza, other, o sea, “otra”). Es
decir, que dejé de decidir lo que yo misma era en favor de lo que los otros
consideraban que yo era. Y atendiendo a este principio que acaté, según el cual
una no es lo que cree o siente que es, sino lo que el exterior considera que
es, a mi llegada a Estados Unidos dejé de ser lo que hasta entonces había sido
sin mayor discusión: una blanca. En realidad, sin ser del todo consciente, ya
había dejado de serlo ante los empleados del control de fronteras. A partir de
los años setenta, el Gobierno estadounidense incluyó a
todos aquellos ciudadanos provenientes de los países hispanohablantes en
el grupo de los hispanos o los latinos. No tendría sentido entrar a debatir
ahora mismo sobre el rigor de este cajón de sastre en el que los formularios o
los juicios rápidos nos colocan a un montón de personas no estadounidenses que
habitamos en Estados Unidos.
En la
percepción del día a día, podríamos decir que, en términos de raza y etnicidad,
uno no es lo que es, sino lo que se le considera. ¿Pensabas que sabías lo que
eras, lector blanco? Pues sólo tienes que cambiar de país: el grado en que una
persona se clasifica en una categoría racial puede variar en función del
contexto social. Hablando mal y rápido: se es de una raza con respecto a otra.
Incluso dentro de lo que podríamos imaginar que se considera una misma raza, la
gradación cambia y construye identidad con respecto a los otros, como tan bien
muestra Passing (horrendamente
traducida en España como Claroscuro), la película de
Rebecca Hall basada en el libro homónimo de Nella Larsen, en el que se cuenta
la historia de dos mujeres de raza negra, una de las cuales tiene una fisonomía
que le permite “pasar” como blanca, y en torno a esa mentira ha construido su
vida.
Marco la casilla que el funcionario
me indica cada vez: hispana, mestiza, ‘other’, o sea, “otra”
El caso es
que de pronto, sin dejar de sentirme como una impostora, pero sin poder hacer
nada con respecto a la mirada ajena que me clasificaba en esa impostura, empecé a
existir siendo percibida como no blanca. Y entonces, recibiendo los
choques y tropiezos de no ser la ciudadana de primera que es la habitante
blanca de Estados Unidos, empecé a apuntar en un cuaderno cada vez que sentía
aquello, que, consensuado con diversas personas no blancas habitantes en
Estados Unidos, podríamos llamar bajada en el escalafón social. “En México yo
era güera [rubia]”, dijo, lamentándose cómicamente, una compañera de beca. Sí,
claro, en privado, entre risas resignadas y ácido humor, se desplegaban las
rozaduras que nos provocaba ese nuevo zapato duro que es la identidad recién
estrenada, una identidad no tan cómoda como la anterior. La anterior identidad
era más blanda, no dolía tanto al caminar; qué bonita es la estúpida ignorancia
del dolor del otro, cómo de pronto aparece con todas sus aristas cuando una
siente un dolor similar. Como bien dice Azahara Palomeque en su libro Año
9. Crónicas catastróficas en la era Trump, que desgrana y observa con una
lupa que quema la experiencia de una española en Estados Unidos, “una aprende a
convivir con cierto privilegio blanco y se pregunta qué ocurre con los que no
lo ostentan, y duda, y cuestiona en espiral, buscando revelaciones que no
llegan”. Porque el pensamiento es recurrente, el paralelismo es constante: Si
antes me preguntaba y observaba cómo era, en el diversamente habitado barrio de
Madrid en el que vivía, vivir la vida de muchos de mis vecinos, ahora, con la
identidad inevitablemente diluida y confundida por el trato del Otro
(entiéndase Otro como autóctono gringo blanco), mi pregunta también se iba
diluyendo frente a la realidad que se imponía y que me enseñaba. La Realidad:
yo tratando con un extraño respeto asustado al Otro, yo amedrentada al ser
consciente de haber cometido una incorrección, dándome de bruces con algunos
choques culturales ante los que era preferible bajar la cabeza y seguir
adelante de forma discreta, temerosa de ser demasiado efusiva o agresiva en mis
manifestaciones emocionales (“Tienes todo el cuello contracturado porque las
latinas gesticuláis mucho”, le dijo la quiropráctica del seguro estadounidense
a una amiga argentina), sintiéndome acobardada en la peluquería porque me
habían teñido el pelo de un color que no era el que había pedido (“Pero tu pelo
natural es negro, ¿no?”, dijo el amable peluquero, mirando sin ver mi aspecto y
la foto que le había mostrado como ejemplo, viendo sin mirar una identidad
construida con respecto a la suya), no atreviéndome a enfadarme como me habría
enfadado en España. No tener una derecho a enfadarse porque no sabe qué
reacciones puede provocar su enfado en ese país nuevo. Saber que leerá lo que
publiquen sus compañeros norteamericanos escritores, pero que ellos ni siquiera
sentirán una curiosidad recíproca. Saberlo porque el programa del seminario
incluye más de cuarenta lecturas y sólo dos que no sean de escritores
norteamericanos. Y estos son únicamente unos pocos ladrillitos absolutamente
ridículos, diminutos, que aportan poco a esa construcción brutal que es el
racismo en Estados Unidos en particular y en el mundo en general. Pero son los
minúsculos ladrillos que me hacen confirmar en la propia carne que el racismo
no es una agresión momentánea, sino un estado gaseoso que acompaña toda la
vida, todo momento que se pase en el país en el que se es extraño (y en el caso
de mucha gente, ese país es el suyo propio). El racismo como un aura que rodea
a la persona que recibe la opresión en cada movimiento de la vida cotidiana,
como parte fundamental de la mezcla que configura la identidad. El racismo
incluso como antirracismo: ciertos tonos paternalistas, didácticos, la
infantilización y exotización involuntaria del que no es
blanco, como si sólo siendo estadounidense y blanco se pudiese recibir el
tratamiento de adulto. Como muy bien dice Azahara Palomeque en su libro,
“racismo y antirracismo contienen ambos la misma palabra”. Palabras excesivamente
dulces, miradas paternalistas, alguien que te trata con extremo cuidado, como
el que se aproxima a un ser que no sabe cómo desentrañar y prefiere hacer
gestos de mansedumbre y conciliación por si le muerde la mano.
El racismo es una herida siempre
abierta que hay que ir tratando lo mejor que se pueda. Cada uno porta su llaga
pustulenta
Yo no me fui
porque nadie ni nada me expulsase, ni porque la situación en mi país fuese
insostenible, como muchos otros hacen cada día. Yo me fui porque quise, por
pura aventura, y me encontré con esa rozadura leve, pero insistente, como un
zapato duro que insiste e insiste hasta que hace llaga, esta existencia de
ciudadana de segunda. Así que este texto no es más que dos cosas: Primero, un
lamento de niña mimada que no era del todo consciente de serlo y de pronto lo
es. Segundo, una oportunidad de esa niña mimada para pensar, para hablar con
los demás niños mimados (véase niño mimado como persona que haya podido sufrir
diversas opresiones, pero jamás la de la raza). Y, con la misma precisión
enloquecedora con la que apuntaba los sucesos en los que había sentido el
racismo rozándome, más o menos cerca, más o menos profundamente, empecé a
observarme a mí, al antes-de-esto, a releer mis pensamientos del pasado, la forma
de hablar. Y, por supuesto, ahí estaba. No era la brutalidad del racismo que
normalmente se contempla cuando el sujeto afirma “yo no soy racista”, pero sí
había paternalismo, cierta condescendencia en el trato en unas cuantas
ocasiones, y, en un texto de hace años, una descripción puntual que era racista
sin que yo siquiera lo sospechase. Horror, susto. ¿Soy yo esta persona? Sí. Esa
persona somos muchos.
El racismo
no se cura viajando. El racismo, si acaso, se convierte en fermento que escuece
cuando uno se traslada a vivir a un país en el que haya un pez más grande que
uno en términos raciales, un pez que pueda comerse al pez chico en el que de
pronto se ha convertido uno mismo. Quizás el racismo propio no será siquiera
susceptible de ser observado hasta que el individuo no sienta el cambio de
tornas, el racismo cerniéndose sobre él, la impotencia debilitadora de un
acento que lo invalida, el choque cultural, el habitante del país que acoge
asustado o escandalizado ante un gesto que no comprende, un tono o una reacción
que convierten de pronto al individuo en un extraño. Y aun así, el racismo
propio y ajeno persistirá. “No existe una actitud neutral frente a cuestiones
de raza; es una trampa en la que se suele caer, como en un movimiento pendular,
del lado del paternalismo o de la discriminación”, dice Azahara Palomeque,
consciente de la condena.
El racismo,
de hecho, no se cura. Es una herida siempre abierta que hay que ir tratando lo
mejor que se pueda. Cada uno porta su llaga purulenta. Casi siempre está en la
nuca o en un lugar inaccesible de la espalda, y es por eso por lo que nosotros
no vemos nuestra propia herida y nos la tienen que señalar. A veces se nos
olvida que la tenemos, o lo negamos, pero ahí está. Supura. Debemos saber que
existe, entender por qué se infecta de nuevo. Vigilarla. En el momento menos
pensado puede volver a abrirse. Nunca va a cicatrizar.
Sabina Urraca es escritora, periodista y editora.
Actualmente cursa el taller de escritura de la Universidad de Iowa (EE UU) con
una beca.
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